Observa las marcas que los anillos dejaron en tus dedos al paso que las mentiras laceraban tu vísceras. ¿Ha merecido la pena? Portas máscaras tan artificiales y exageradas que desprenden engaño a cada segundo. Ya que decides vivir mostrando al mundo una psique que no te pertenece, optimiza la falacia, puesto que emanas una identidad muy mal construida, y que cualquier persona que te conozca en profundidad, sabrá desvelar la farsa y conocer el núcleo de tu esencia. Profundidad de conocimiento que, por cierto, no se mide en cantidad de tiempo que pasas al lado de una persona, ni tampoco en la fecha en la que la conociste, el tiempo es un factor que interviene de forma no resolutoria en la cognición verdadera de un individuo. A una persona la conoces cuando fundes con plasma tu corazón al suyo, cuando dos se convierten en uno, cuando las promesas forman un complejo sinaptonémico que asegura un enlace substancial.

Y es esa portada tan sintética y distorsionada la que algún día destruirá la poca dignidad que te queda. Por mucho que irradies alegría, felicidad, sonrisas metálicas y arco iris de polietileno, por dentro estás muerta, y la necrosis se extiende con cada falsificación de conciencia. La sobrevaloración de los juicios ajenos es lo que te ha convertido en un maniquí vacío, en una cáscara sin calor, en un homúnculo sin éter. Mides la calidad de tu vida social a través del número de contactos en la red, pretendes ser amiga de todos cuando no lo eres ni de ti misma, y llegará el momento en que te habrás alejado tanto de quienes te aman, que nadie estará a tu lado para curar tu pútrido espíritu. La ventisca de superficialidad que gastas, adornada con un cutre manto de ilusión y vehemencia y aderezada con unas cuantas gotas de locuciones latinas falseadas, hace mella lentamente en tus entrañas, desintegrando cada vez más algo que en un futuro echarás en falta con tribulación: la capacidad de amar.