Aquel ente de frágil y alba tez me miró, su silueta era confusa
y sutil, y emanaba una cegadora luz que me impedía ver su forma.
Pero su rostro era tan nítido como el reflejo de una perla,
y podía vislumbrar entre aquellos inmensos ojos, una sonrisa eginética
que me atravesaba el pecho.
Sopesé mi cordura durante un instante.
¿Pude haber tenido un accidente?, ¿estaba soñando?,
¿o quizás era una efigie del Cielo que había bajado para
arrastrarme a las profundidades de la locura?
Así como apareció, se desvaneció en un segundo,
y tras de sí sólo dejó un reguero de sangre que me condujo hacia mi esposa.
En mis manos, un cuchillo de color escarlata se deslizaba entre mis dedos.
Un oscuro camino se abrió. ¿Qué había hecho?
Caminé sumido en una vorágine de desconcierto.
Y la inconmensurabilidad de la noche se mostraba
cada vez más evidente a cada paso que daba. Mi cuerpo proyectaba
una fría penumbra al interponerse entre la luz de la Luna, como un
cosmonauta que erra por el universo de un alma fracturada.
Seguía un camino sin pensar, espoleado por una acogedora pero emética inercia.
Avancé sintiendo el peso de la demencia.